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  • Foto del escritorAdrian Gonzalez

La leyenda de Fatimor

Les voy a contar cuando mi nombre se convirtió en leyenda, fama, inmortalidad, cuando todos me añoraban como un ser querido, y fue hace muchos años, décadas ya.

Tan solo sostenía una espada, oxidada, de mala empuñadura, y apenas podía lastimar la corteza de un arbol. Junto a ella la acompañaba un escudo de acero no mucho mejor pulido que la primera. Apenas coderas y rodilleras de acero me protegían las extremidades, una cota de malla resguardaba mi cuerpo como última esperanza por debajo del peto de cuero duro.

En ese momento me encontraba en soledad, si, mis compañeros habían perecido. Muchos de ellos cayeron en las trampas de la ciénaga, donde el oscuro pantano los tumbó entre zombis y aguas pútridas. El efecto de aquello era mortal, o morías o te convertías en uno de ellos. Los últimos tres: los líderes y yo, llegamos hasta la cercanía de la cueva catastrófica. Esperábamos llegar al bosque obscuro para descansar, esperábamos, no fue así.


Al adentrarnos, las esperanzas de un descanso formidable en la brisa de la fresca noche con una buena cena junto a una fogata. Fue aplastada por seres gigantescos de ochos patas, (y a gigantescos llamo a las crías). Si, eran apenas recién nacidos, entre fuegos, filo y magias resistimos los asedios de los espantosos arácnidos. La esperanzas mermaron cuando la madre reina acogió a sus hijos. El cuerpo apenas cabía por la circunferencia de la cueva. Su velocidad, sentidos y corazas eran desafiantes hasta para el más experimentado del grupo que gritó: ¡CORRAN! cuando fue alcanzado por uno de los colmillos de la criatura. El cuerpo fue desmembrado en un instante. Aterrados emprendimos retirada hacia huecos más pequeños. El mago se retrasó y la suerte le fue nefasta al ser alcanzado por el veneno de la reina. La carne se le desparramó por sobre la túnica dejando apenas huesos.

Corrimos sin descanso perturbados por la muerte de los compañeros más cercanos, la esposa arquera no paraba de lamentar la muerte de su amado. Desbastada, abrazada a la locura, buscó venganza utilizando los circuitos de las cuevas. La ventaja de los arácnidos era desmedida; pero teníamos una oportunidad, ahora éramos dos contra uno. Solo la reina nos perseguía, los demás, se entretenían con los restos de nuestros amigos.


Ladia había adquirido flechas explosivas en sus entrenamientos con los trasgos, está podía derribar un muro reforzado de castillo sin ningún problema. La locura estaba en que, si utilizaba una de ellas en las cuevas, los tres pereceríamos al instante. La explosión arrasaría cualquiera de nuestros intentos por huir o peor, destrozaría partes de nuestros cuerpos dejándonos a la deriva a ser comidos vivos por los hijos de la difunta madre.

Me interpuse ante su locura.


—Ladia, no puedes hacerlo aquí, debemos sacarla y cazarla en el bosque.

—¿Tienes miedo de morir novato? ¿Crees que no sé qué es tu primera vez? —Las palabras eran verdaderas, también hirientes.

Negué con la cabeza y me puse serio, aferrando los dedos como acero a su muñeca.

—Que el dolor de tu perdida no nuble tu juicio —expresé con autoridad tomando el mando—, matémosla y vivamos para rendirle culto a tu esposo.


La elfa guerrera, que alguna vez iluminada por el día brilló, volvió a sonreír. Asintió con un gesto de aceptación y seguridad.

Utilizando las últimas diez flechas de fuego, apartó de las entradas más grandes a la reina que nos perseguía con un afán feroz. Los chillidos se volvían cada vez más grotescos y aterradores, dañaban el alma y encogían el coraje. De todas formas, corrimos más allá de las mismas fuerzas de nuestros cuerpos. Y al salirde las cuevas, donde el bosque obscuro mermaba en las penumbras, no habría descanso para nosotros. Pues, la reina no dejaría escapar con facilidad la comida. Y así sucedió.


—Ladia, no tenemos mucho tiempo —la muchacha me miró sorprendida—, seré el cebo, intenta volar su abdomen con las bombas —y sonriéndole efectué las últimas palabras—, e intenta no matarme.


Su boca asumió el propio movimiento del habla. Quiso interactuar mediante el lenguaje común humano. Antes que eso, la araña rugía desde la salida del gran hueco. Apenas una diminuta entrada para ella.


La embestida fue dirigida como lo premedité: utilizando la espada contra el escudo, irradiando un ruido tintineante y molesto para cualquiera, incluso una araña gigante.

Las patas se movieron escarbando la tierra, despedazando árboles, apartando las rocas. Mi magnifica vista nocturna me ayudó en la pista que formulé para el insecto. Los movimientos fueron cautelosos entre arboles de gran talle, incluso para la enormidad de mi enemigo. Agoté cada recurso en la persecución, asumiendo la espalda contra uno de los árboles y apostando a que mi compañera acertara el disparo.

Apostada en una de las ramas que le daban una visión perfecta ante un enemigo exhausto, sumido en el triunfo, y sin desesperarse.

Me encogí con el escudo en alto cuando advertí el tensar de la cuerda. La explosión iluminó la noche. Apagó por unos instantes las estrellas. Y esparció el cuerpo de la araña por todo el bosque.


—Eso fue intenso —espetó Ladia al bajar de la rama—, ¿cómo lo hiciste?

—Mucho coraje, supongo —le sonreí.

—No seas modesto —la seriedad invadió su rostro.

—Puedo ver en la oscuridad. Es una habilidad extraña ¿verdad?


Su silencio fue pensativo. Omitió hablarme hasta después de haber encendido la fogata.

Atravesé los restos de la araña con ramas y la puse a asar al fuego. El crujir de la coraza se hacía sentir como el fuego abrazando a la madera, partiéndola mientras la calcinaba. De la misma manera, las partes duras del arácnido se partían y derramaba el jugo que comimos con gran placer. A pesar de la apariencia del insecto, el sabor era exquisito.


—Te ves pálido —argumentó escudriñando mis facciones—, no te veo así desde el desastre en la ciénaga…

—Todavía no recupero las fuerzas… creo que, solo necesito descansar un poco…

—No… también en la mansión, y en el campo de maizales, las torres vigías de Cantron, y…ayer en las cuevas…

—Tenías que decirlo ¿verdad? Seguir, remover en el pasado, entender lo que soy… mala decisión... la noche apremia mis poderes aun si estoy debilitado.

—Así es como ves en la oscuridad, una habilidad que solo tenía Rainbow —sumergió su mano en las penumbras en busca del arco que yacía detrás de mí—, maldito vampiro.


Finalmente lo dijo. Revelé con gran alivio los colmillos que oprimían las encías dañando la carne de la boca. La liberación fue placentera. Estiré las garras, cambié los ojos al color del sol, ensanché las orejas, pies, manos, espalda. Mostré lo que muchos vieron antes de morir deshidratados ausentes de sangre en su cuerpo.

Contornee el cuerpo arrebatándole la extremidad derecha, la sangre fue tal cantidad, que apagó de inmediato la ardiente fogata. Observé unos instantes como sus ojos, ya fueras de orbita totalmente blancos, se movían de lado a lado; intentando divisar de donde vendría el arrebato de su vida.

El hambre pedía a gritos que la bebiera, y a tal ventaja, no tomé precaución alguna y acudí rápidamente hacia su cuello. El grito entreverado con el sonido pavoroso del viento revoloteando entre las copas de los arboles era descollante.

Volví a recuperar fuerzas, tenía un día más de inmortalidad, fuerza, veracidad, y solo eso me faltaba para encontrar el cáliz de Ra.

El día había sido largo, y a pesar de mi inmortalidad, poder supremo, necesitaba dormir como cualquier humano. Pues, era un mestizo, y aunque las debilidades de los vampiros como la luz solar y los crucifijos no hacían efecto en mí, tenía algunas limitaciones como humano. Había aprendido a cuidar cada parte del frágil cuerpo en estado humano y valorar el tiempo de poder limitado de vampiro.


A pesar de dormir en las penumbras con el viento cantando como almas atormentadas, los ruidos de animales nocturnos, el miedo no gobernaba ninguna parte de mis sentimientos. Y descansé plácidamente. Contento, bueno, estaba a pasos de llevarme la gloria. Había llegado solo y todo dependía de mi poder, y esfuerzo, que obtuve matando a cada pieza fundamental para llegar al más alto nivel soñado por cualquier ser en la tierra media.

El nuevo día amaneció entre radiantes rayos de sol, brisas frescas y sin un obstáculo a la vista. Solo debía seguir el camino a lo más frondoso del bosque y encontrar la entrada a la tumba de Ra. Aquella era una pirámide invertida entrando desde la superficie y te sumergiéndote a lo más profundo de la tierra. Al núcleo del todo. Donde el poder de Ra, mantenía el calor de la tierra y los seres vivo. Ese era el poder que esperaba hallar. Eso era lo que tanto soñaba durante aquellas largas jornadas nocturnas.

Solitario. Un estratega empedernido.


Practicaba mis oraciones durante noches enteras, los movimientos de cada compañero, las debilidades de los moustros de cada zona, parte, y sector del mapa. Había sido un arduo trabajo y me merecía aquel gesto por parte del mismo dios que todo lo veía. Sonreía, y admiraba lo que hacía, pero siempre tenía algo esperando, y eso lo tenía muy sabido. Solo deseaba que aquello no sea demasiado para mí. Confiaba en mis habilidades más no en la suerte.


Canalicé los sentidos del audaz Jordas, y me moví a la velocidad vampiresca de mil metros por segundo. La llegada al punto exacto me tomó al menos tres suspiros y dos cantos de ave. Cuando estuve en el centro de la madre tierra. Expandí las ondas con las habilidades de Rainbow, despejé cada centímetro de bosque dejando solo la tierra al aire libre.

Las marcas de ranuras en el suelo eran pronunciadas, enmarcando una larga entrada de al menos un gran barco de largo y ancho. Hundí las garras en las finas hendiduras desbloqueando las trabas magnéticas. La presión resopló un brusco aire chillante. Al elevarla el peso de la puerta era desmedida a su magnitud, podía decir, que su peso era menor al de una pluma.


Las escaleras se formaron en haz de luz marcando un descenso hacia las profundidades de la madre tierra. Caminé iluminado por la estela de las estrellas, la silueta de planetas lejanos, galaxias, nebulosas, el universo. El mundo estaba de revés, no había un adentro si no un afuera, no era abajo si no arriba. Descendía a la vez que subía. Al principio la incertidumbre endureció mí cuerpo, temía, pero logré superarlo. Seguí adelante. No voltee a ver las compuertas cerradas, ya sabía que no había vuelta atrás. ¿Cómo volver? Si el camino que circulaba era tan contradictorio que avanzar parecía un retroceso.

Al final, cegado por las fabulosas constelaciones pisé en el vacío, donde la oscuridad era palpable y sostenía sin dificultad el entero de mi cuerpo.

A lo lejos, lo vi, cuando logré centrarme en el objetivo. Iluminado por una luz celestial que caía de lo alto del mas allá. Un altar cilíndrico mantenía en el aire al corazón de Ra. Ni más ni menos que el centro de la tierra. O del universo. Podría decirse que residía en algún lugar, que no era un lugar, si no la nada y que nada tenía sentido. Podría decirlo.

Caminé en pasos firmes, mentón en alto, hombros hacia atrás, decidido a hacerme con lo que todos soñamos.


Entonces llegué al momento donde todo jugador se da cuenta que le debe un momento de respeto a la suerte. Las habilidades no determinaban mi victoria, el miedo se asemejó en el pecho, aferrado a un sostén implacable lo miré. A él. Al dios que decidía aquello sin ninguna razón. El fortunio diría si el juego se reiniciaría o triunfaría para toda la eternidad entre mi comunidad.


Y él, me miró, diciéndome:

—Tira los dados, Fatimor.





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